Un sol abrasador la encandila desde el cielo. Las flores que adornan los nichos despiden un olor dulzón y empalagoso. Claveles, crisantemos y petunias, lo que se estila en el Cementerio de la Chacarita. Lola mira otra vez esa pared de mármol cubierta con cintas rojas y cartas incrustadas en las grietas de las placas. Cree que hasta las fotos de los difuntos la ven pasar, sorprendidos. Desde hace un tiempo le pasa eso, le parece que todo el mundo la mira. Piensa que debe estar espantosa. Tiene el rímel corrido y el sudor le estropea el maquillaje.
Ya conoce que puede existir una tristeza perfecta. Pero esa sensación empeora porque sabe que nadie la espera. Sabe, también, que prefieren que no aparezca. Hasta su madre le había suplicado que no fuera al entierro de su hermano y menos como se vestía desde hace unos años. Le pidió que no se le ocurriera acercarse con peluca ni pollera o maquillada.
—Haceme ese favor, querés. Hacele el favor a todos de no aparecerte en el sepelio de tu hermano con esa ropa. A tu papá le da un infarto si te ve así —le había dicho su madre por teléfono.
Pero, ¿cómo vestirse de otra manera? Sugerir que vaya con un traje y el pelo corto es como pedirle que se disfrace.
Avanza por el camino donde terminan las bóvedas y comienzan los mausoleos. Le da la sensación de que se hubiera olvidado cómo caminar en tacones, se tambalea mareada y por momentos tiene que apoyarse. Los soldaditos que lleva en la caja golpean sobre las paredes de cartón como si quisieran escaparse. Vuelve a ver columnas de cemento, ángeles de mármol que miran al cielo o tocan el arpa o se ríen con descaro. Entradas de panteones custodiados por esculturas de mujeres en poses de piedad. Todo la inquieta, la hace sentir frágil y la llena de recuerdos.
El sol le petrifica las lágrimas convirtiéndolas en pétalos de sal. Es mi hermano gemelo, piensa Lola. Tengo todo el derecho de despedirlo y de llevarle lo que yo quiera, se repite. Por un instante, con tanto calor, teme desmayarse. Debió haber comido algo.
La fatiga le gana y le cuesta respirar. Encuentra una banca y se sienta. Está agotada y le duelen los brazos como si la caja pesara mil kilos. Un llanto ahogado la sofoca. Saca de la cartera una botella de agua, tibia y llena de burbujas. Toma unos tragos y suspira agotada.
La luz del mediodía se posa sobre todas las cosas. Hubiera preferido que hiciera frío y que un viento tempestuoso le arrancara de las manos los soldaditos que le lleva a su hermano. Pero es un infinito día de primavera y todo parece florecer y tomar un tinte de ilusoria fertilidad. Hasta en el cementerio, las larvas nadan en los jarrones con agua estancada y se ven colibríes tornasolados en busca de néctar. Unas flores raras brotan desde las rajaduras de los sepulcros y las abejas las sobrevuelan. Y el musgo se trepa por las paredes erosionadas de los mausoleos; paredes que tienen la textura porosa de los huesos. A lo lejos, la observa, sonriente, la ilustre estatua de Carlos Gardel con un cigarrillo prendido en la mano; nunca falta quien le deja esa ofrenda al zorzal criollo.
Cierra la tapa de la botella de agua, la guarda en su cartera y se arregla el vestido. Se mira las manos, con la delgadez se acentúa todo lo que no le gusta de su cuerpo. Esos rastros de lo que nunca quiso ser y que las pastillas y los tratamientos no han podido aún borrar.
Está cerca, lo sabe bien. Ya puede escuchar la pompa funeraria y los tambores marciales dedicados a su hermano. La música fúnebre de alguien que sirvió a las fuerzas armadas. Abre la tapa de la caja y mira esos muñecos con los que su hermano alguna vez había jugado a la guerra. Y que ella, en cambio, sentaba frente a una mesita de cartón y maquillaba con cuidado. Nunca le gustó jugar con los soldaditos que le habían regalado sus padres, todos iguales, verdes y marciales. Al recordarlo, sonríe un poco con amargura.
Escucha la marcha mortuoria resonando entre las tumbas.
Otra vez siente que no tiene fuerzas para dar los pasos finales. El calor la doblega. Se echa un poco hacia adelante, en el banco, como si estuviera por desmayarse. Entonces siente que alguien le toca el hombro. Un muchacho no mucho más grande que ella le pregunta:
—¿Estás bien, necesitás ayuda?
Y Lola no sabe si es un ángel que la ha ido a buscar o alguien amable que le tiende la mano.
—Mi hermano —dice Lola entre lágrimas y señala hacia lo lejos—. Ya no tengo fuerzas para llevarle esta ofrenda y hoy es el entierro.
—¿Querés que te acompañe?
Lola afirma con la cabeza. El muchacho toma la caja con una mano y con la otra la ayuda a levantarse. Caminan juntos el tramo que falta. Cuando llegan, Lola no se atreve a mirar a sus familiares. La pompa militar sigue su marcha, los redoblantes, los trajes de gala y los guantes blancos. La batuta marca el compás y las trompetas, en alto. Lola deja sobre el ataúd, uno a uno, los soldaditos de plástico, se persigna y acaricia el cajón. No sabe si los dejarán ahí cuando se marche; eso ya no importa.
El muchacho que la había acompañado la ayuda a incorporarse. Juntos atraviesan la pompa funeraria y vuelven a recorrer el sendero hacia la salida.
Lola empieza a sentirse un poco mejor.
—Perdoná que te haya molestado así —le dice y lo mira a los ojos.
Él sonríe y le sostiene la mirada.
—Me gusta ayudar.
—No te pregunté tu nombre.
—Me llamo Ángel —le dice el muchacho.
—Que coincidencia, pensé que habías bajado del cielo para rescatarme.
—Es justo lo que vengo a hacer —le responde y entrelaza sus dedos a los de Lola mientras caminan.
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Sobre el autor:

Hugo Gastón Irigaray. Escritor y psicoanalista. Ha sido publicado en antologías de más de diez países, en lugares tan diversos como México, EEUU o Finlandia. Sus textos de naturaleza fantástica, pero con un trasfondo psicológico, fueron merecedores de numerosos premios internacionales. En 2020 obtuvo el 2° Premio en el Concurso Internacional TRILCE, Sídney, Australia. Y en 2021 obtuvo en España el 1° Premio en el CONCURSO INTERNACIONAL CIUDAD DE SEVILLA, publicado en España por la editorial Samarcanda. En 2024 fue publicado en Argentina por el Certamen Osvaldo Bayer.
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