Jitanjáforas, un emblema adolescente
Quienes fustigan a los jóvenes por “estar destruyendo el idioma” suelen desconocer aspectos importantes de su mundo interior
Con cierta ligereza se suele atribuir a los adolescentes una supuesta pobreza lingüística, al compararlos con generaciones anteriores.
Entre otros reproches, se los acusa de usar modismos vulgares, insólitas conjugaciones de verbos y un desconcierto con los sinónimos.
El vocabulario castellano se estima en 40 mil palabras diferentes. En comparación, la lengua inglesa tiene 250 mil, mientras que el árabe posee más de 12 millones de términos; es la más amplia de las lenguas vivas.
Del total de palabras, una persona con alto nivel formativo y que lee y escribe de manera constante puede reconocer apenas un tercio: alrededor de cinco mil palabras son para expresarse (la denominada “competencia activa”), mientras que comprende el resto de los términos, pero no los usa en charlas habituales (competencia pasiva).
Los chicos y las chicas de nivel secundario conocen, en promedio, 800 palabras activas; aunque les bastan unas 300 para hacerse entender. En estas edades, resulta difícil estimar su competencia pasiva, uno de sus escondites naturales a salvo del mundo adulto.
En contra y a favor
Quienes fustigan a los jóvenes por “estar destruyendo el idioma” suelen desconocer aspectos importantes de su mundo interior.
Al afirmar que, por momentos, no son capaces de mantener una conversación fluida, entender frases de sus mayores y que su patrimonio léxico se limita a canciones de reguetón, caen en un error dramático: creen que esas carencias lingüísticas revelan limitaciones intelectuales.
Por el contrario, muchas otras personas confían en la creatividad de los jóvenes, caracterizados por una imaginación interminable. Son ellos quienes inventan términos insólitos, pero que no dejan de ser vocablos sumables al momento de medir su competencia pasiva.
Incontables adolescentes se vuelcan con pasión al idioma; crean, producen y comparten sus ficciones en las redes sociales y también en papel. Muchos apelan a palabras que, al inicio, son consideradas irreverencias idiomáticas, pero que con el tiempo logran su lugar en el diccionario.
Según el escritor y ensayista bonaerense Juan Becerra, “lo que suelen olvidar los defensores de la cantidad es que el poder del lenguaje no radica en las palabras, sean estas pocas o muchas, sino en la inteligencia que las asocia”.
Equiparar el número de palabras con el de las ideas es un claro prejuicio desmentido por el entusiasmo de muchos veinteañeros que, por ejemplo, eligen cultivar la poesía, el género tal vez más exigente de la literatura.
Los mismos que escuchan reguetón son también autores de infinidad de términos que no engordan la lista de los “cuantificadores”, pero que logran ensanchar límites tradicionales.
Entre las nuevas generaciones, germinaron “micromachismo”, “huella ecológica”, “puntocom” y “poliamor”, últimas incorporaciones al diccionario. También “mamitis”, “beatlemanía”, “criptomoneda” y “transgénero”, entre cientos de nuevos términos que confirman que la lengua es una creación cambiante, imposible de cuantificar y siempre rica, en tanto sea producto cultural genuino de todos los miembros de una comunidad.
Por naturaleza, los adolescentes no conciben las palabras como piezas de museo enlistadas por orden alfabético, sino como oportunidades para desafiar el siempre desconfiable mundo de los adultos. Dudan de la autenticidad de los mensajes.
“Porque –afirma María Teresa Andruetto– cuando se corrompe la relación entre las palabras y las cosas, todo el delicadísimo equilibrio (de la comunicación), todo el misterioso artefacto, se desploma”.
Fue el escritor Alfonso Reyes quien difundió las jitanjáforas, palabras que con su sinsentido, musicalidad y extravagancia definen mucho de lo que los chicos necesitan expresar. Cuando al fin las pronuncian.///
Por Enrique Orschanski- Médico
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