La admiración de Belgrano por George Washington
El prócer argentino estaba deslumbrado con las ideas del padre fundador de los Estados Unidos, y hasta tradujo uno de sus declaraciones políticas más recordadas
Por Manuel Alvarado Ledesma
A diferencia de los otros virreinatos de América, el nuestro no contaba con muchos nobles ni fuertes antagonismos de razas. El virrey no era más que un importante funcionario colonial sin más corte que la de sus empleados.
No sorprende, entonces, que en tal ambiente hayan surgido mentes privilegiadas, pensadores y hombres de acción, como Manuel Belgrano, nutridos de ideas de libertad. Belgrano se inició en los principios de la ciencia económica en la prestigiosa Universidad de Salamanca y fue nombrado miembro de su Academia de Economía Política.
Su estancia en Salamanca sucedió durante el reinado de Carlos III, cuando la ilustración regía en España. Bajo la influencia de Campomanes, ministro de Hacienda, accedió a Montesquieu y Rousseau. A ellos debe agregarse la influencia de los locales Jovellanos y Olavide. Sus profesores eran propulsores de la propiedad privada y la libertad de iniciativa. Pero, cuando Belgrano se graduó de abogado más tarde, en la Universidad de Valladolid, la situación política había cambiado y reinaba el absolutismo, en tiempos de Carlos IV, hecho que acentuó su convicción en la libertad.
En Europa tradujo del francés al castellano la obra de François Quesnay: Máximas Generales del Gobierno Económico de un Reino Agricultor y estudió profundamente a Adam Smith. De vuelta en Buenos Aires, escribió: «El comerciante debe tener libertad para comprar donde más le acomode». Tal afirmación constituía un escándalo. Este concepto, revolucionario, daba de bruces con el arraigado pensamiento de los comerciantes españoles que apuntaba a obtener ganancias únicamente de los negociantes de Cádiz y sostenía exactamente lo contrario. En el primer número de El Correo de Comercio, fundado por él, en 1810, publicó un resumen del capítulo IV, «Del precio real y nominal delas mercancías», del libro La Riqueza de las Naciones de Smith.
Belgrano era un gran admirador de George Washington. Fue David Curtis de Forest, cónsul de Estados Unidos en Buenos Aires, quien entregó a Belgrano, en 1805, un discurso de Washington de pocas páginas, con la colaboración de James Madison y Alexander Hamilton, conocido como «Oración de despedida», que el 17 de septiembre de 1796, en vísperas de su retiro a la vida privada, se publicó en la prensa estadounidense bajo el título de The Address of General Washington To The People of The United States on his declining of the Presidency of the United States.
En la víspera de su batalla más importante, la de Salta, en febrero de 1813, en su tienda de campaña completó la traducción del documento. Fue así que Belgrano tuvo oportunidad de terminar su traducción, y cuando él y su ejército reanudaron la marcha hacia Salta, donde lo esperaban las fuerzas realistas al mando de Pío Tristán, despachaba el manuscrito a Buenos Aires «para que se imprimiese». Y expresó: «Suplico solo al gobierno, a mis conciudadanos, y a cuantos piensen en la felicidad de la América, que no se separen de su bolsillo este librito, que lo lean, lo estudien, lo mediten, y se propongan imitar a ese grande hombre, que para que se logre el fin a que aspiramos de constituirnos en nación libre e independiente».
Washington, en este documento, rechaza un tercer mandato consecutivo, ofrecido por sus conciudadanos tras dos períodos presidenciales. Junto con la declaración de independencia, la Constitución y el discurso de Gettysburg, de Abraham Lincoln, esta oración forma parte de los cuatro documentos más notables de la historia de Estados Unidos. Y, desde 1901 un senador designado anualmente la lee en voz alta, en el aniversario del natalicio del prócer.
Escribió Belgrano: «Ese héroe digno de la admiración de nuestra edad y de las generaciones venideras, ejemplo de moderación y de verdadero patriotismo, se despidió de sus conciudadanos, al dejar el mando dándoles lecciones las más importantes y saludables». En la traducción colaboró su médico personal, el doctor J. Redhead. Al presentir su muerte, Belgrano le expresó a su hermana Juana su deseo de legar su reloj de oro al médico: «Es todo cuanto tengo que dar a este hombre bueno y generoso».
Así murió el doctor Belgrano. En la madrugada de un revuelto día de junio de 1820, cerca de 20 años después del fallecimiento de Washington. Como no había dinero para pagar una lápida, se usó el mármol de una cómoda de la familia.
El Estado le adeudaba sueldos por años de servicio. En reconocimiento por la victoria de la batalla de Salta le había concedido un premio de 40 mil pesos en terrenos fiscales. Pero Belgrano pidió que, en lugar de ello, se hicieran cuatro escuelas en Jujuy, Santiago del Estero, Tucumán y Tarija.
Tanto Washington como Belgrano sufrieron las deserciones de sus tropas, mal equipadas y aprovisionadas en un tiempo donde sus gobiernos estaban más preocupados por sus intereses que por los de la patria naciente.