La bruma se diluye
El verde fresco y tierno de los humedales del Delta trae calma y claridad hasta la galería de la finca de Pedro Torreños, un antiguo apicultor de la región. Sentados en ronda de mate los tres, hasta entonces desconocidos, descubren que los une la sangre y que, precisamente, esa misma sangre había torcido el hilo de sus historias.
El promotor de ese encuentro fue Raúl Stafforti, un cuarentón de voz gruesa y potente, que no podía dejar de repetir: "Me acuerdo de todo… me parece increíble estar juntos después de tantos años".
Tras las presentaciones de rigor la conversación no llegó nunca a tener fluidez, cada uno de ellos parecía estar buceando en el abismo de su memoria, buscando vaya a saber qué. “Sólo tengo imágenes vagas y difusas que se me escapan”, susurró Pedro justo en el momento en que Rosario Peñalva, la única mujer del grupo, casi disculpándose decía: “No tengo el más mínimo recuerdo”.
El aire de la tarde a la vera del Paraná los cubría con una mezcla de felicidad y nostalgia. Los perros remoloneaban indiferentes a la sombra de una madreselva que, abrazada a una columna, imponía insistente su alimonada fragancia. Todo era de ensueño, casi irreal.
El sol se colaba juguetón entre el follaje de los árboles, proyectando pequeños haces de colores que hicieron brotar los recuerdos de Raúl, mientras, la sal amarga de una lágrima, la primera de muchas que tenía guardadas, se despeñaba por su mejilla.
En un momento volvió a sentir aquel frío de infancia, el que llegaba del río cercano y atravesaba las cuatro chapas de la casilla donde habían nacido. Pueblo Nuevo, así llamaban a esa villa infame perdida entre la angustiosa bruma del puerto, poblada de humildes changarines y bolseros. Sumergido en esas imágenes lejanas a Raúl le resultaba imposible silenciar los gritos de su madre, que llegaban de otros tiempos. Sin convicción rogaba clemencia a su cobarde marido que, envalentonado por el alcohol, amenazaba con matarlos a todos.
La escena se repetía a diario, sin excepción. Un domingo, aprovechando la calma frágil de la casa y el sueño del hombre, huyeron. Era de madrugada, una luna grande cómplice los acompañó en su retirada y, en medio de un estridente silencio, abandonaron para siempre la miserable casilla.
Luego de mucho deambular por la ciudad, con hambre y tratando de dulcificar el temor de sus hijos, la mujer consiguió alquilar una pequeña y luminosa pieza. La pensión “El Porvenir”, ubicada cerca de la estación de ferrocarril de Campana. Para alimentar a sus hijos fregaba ropa ajena hasta la agonía. Aun cuando la luz del día se había ocultado tras el tapial que se dibujaba frente a la diminuta ventana, ella cuidaba de sus niños y planchaba con afanoso esmero.
Angela, la dueña de la pensión era de carácter fuerte y manos enormes, tan grandes como su corazón. Solía regalarles tortas fritas y, con cualquier excusa, se aparecía con una enorme jarra de leche tibia . Durante sus visitas alzaba amorosamente a Rosarito y la arrullaba con dulces nanas italianas.
Al cabo de un tiempo, los niños se encariñaron con ella y comenzaron a llamarla abuela. Cómo tal, los cuidaba con especial celo y se enojaba cuando, en lugar de hacer los deberes, se escapaban a jugar a la carbonería vecina. Si parece que aún los llama desde la puerta del zaguán con su voz con su típico acento…
Ahora, mientras desde la alameda llega el trino de los pájaros, Raúl observa a Pedro, y vuelve a verlo como antaño, cuando intentaba dar sus primeros pasos y los rulos le cubrían su frente. Sin embargo, los tristes ojos negros del corpulento hombre sentado frente a sí lo devuelven al presente. “Qué bruto soy, si ellos no saben nada”, se reprocha.
Rosario tiene la edad y el aspecto de su madre. Un cuerpo menudo, pero de una fortaleza inquebrantable. “Es como tenerla nuevamente tibia y cercana”, se dice a sí mismo.
Ante esa prolongada pausa la joven le ruega que continúe, ella creció convencida que había sido abandonada por sus padres, sin hermanos y era tiempo de enfrentar la verdad. Pedro prosigue con la ronda de mates y Raúl estaciona su memoria en un día determinado, el de un atardecer oscuro y frío de agosto.
Estaban todos en el interior del cuarto de la pensión, los varoncitos jugaban con unos soldaditos de plomo y la pequeña bebé dormía abrigada en su cuna. La madre acomodaba y doblaba la ropa para entregar a sus clientes, cuando, de pronto, la puerta se abrió abruptamente y los postigos golpearon contra la pared. Fue un instante eterno y todo se tornó borroso.
Al parecer no habían logrado alejarse lo suficiente de ese malvado y su padre había descubierto el refugio de la familia. Visiblemente extraviado, con la razón anulada, balbuceando disculpas, primero, y después, a los gritos, reclamaba a la esposa que volviera con él. La constante negativa lo cegó.
El acto siguiente resulta difícil de contar, porque desde su escondite el hijo mayor pudo ver la mano izquierda que subía y bajaba y el cuchillo que empuñaba aquel salvaje, brillaba bañado en sangre.
La sangre que los une, la de su madre.
Del rabioso asesino, Raúl prefiere no mencionar el nombre. Entiende que, por el momento, es mejor dejarlo sumido en la oscuridad del olvido.
Finalmente, ahora, frente a sus hermanos puede disfrutar de la claridad de la tarde, feliz de no haber dudado en avanzar, aunque fuera a pequeños pasos, esperanzado de encontrarlos y disipar la bruma del pasado.
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Sobre la autora:

Alejandra Fernández nació en San Isidroy vive en Necochea desde pequeña. Es periodista, escritora, y una intuitiva investigadora de temas relacionados a la geología.
Se desempeñó durante varios años como empleada administrativa y en 1992 ,ingreso a Ecos Diarios como correctora de texto y , años después, se incorporó al archivo del matutino.
A lo largo de los años ha tomado cursos y talleres que permitieron definir su interés por la comunicación y la Archivística.
Su actividad a cargo de la sección de cultura, arte y espectáculos, y el contacto diario con representantes de distintas disciplinas le permitió nutrirse y expandir su visual artística.
Su natural facilidad para expresar a través de la escritura se fortaleciera su vacación y, como parte de su quehacer literario, entre 2003 y 2007 integró el taller literario que coordinaba María Cristina Teixans en la escuela municipal de artes.
En ese periodo formó parte del grupo que editó la antologías, “Poeta nuevos y novísimos “(2005), que fuera presentado en la feria internacional del libro y “Sé que está ahí “(2007).
Además, en el 2018 fue invitada a sumarse a “Treinta años y algo más “, libro que se realizó al cumplirse tres décadas de comunidad de talleres literarios.
Durante la cuarentena por el covid-19 creó y coordinó un grupo de Facebook que escribió poemas colectivos, y fruto de esa experiencia fueron publicados los libro “Enlazados” y “Abrazados” que constituyen en un valioso registro de experiencia de crear durante la pandemia.
Su trabajo ha tenido inclinación por la poesía y el cuento aunque en los últimos años ha realizado una investigación de su genealogía y el resultado de sus vivencias lo volcó en las páginas de su libro “Terruños, los puentes de la inmigración”. Actualmente coordina un proyecto para la edición de una Antología poética mundial y sigue produciendo textos para un futuro libro.
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