Otra vez, la justicia parece mirar hacia otro lado. Mientras las fuerzas de seguridad detienen y la fiscalía solicita prisión preventiva por venta de drogas, los jueces liberan a los acusados. Y no hablamos de tenencia para consumo. Hablamos de comercialización organizada, con cocaína, “tusi”, éxtasis, marihuana, armas y dinero en efectivo.
¿Entonces qué pasa? ¿No alcanza con encontrar droga, balanzas, armas y pruebas de que se vende?
Nos dirán que no hay lugar en los calabozos, que los imputados no representan riesgo, que el proceso sigue. Pero la pena mínima que enfrentan es de 8 años. ¿Habría riesgo de fuga?
Y hay algo más grave aún: la pérdida de la confianza de la comunidad.
Días atrás, el operativo fue claro: Prefectura Naval actuó, el fiscal Carlos Larrarte imputó por tenencia de estupefacientes con fines de comercialización —agravado por la participación organizada de tres o más personas—, y el expediente quedó en manos de la jueza Aída Lhez, quien resolvió dejar en libertad a los tres detenidos, pese al pedido de prisión preventiva presentado por la Fiscalía.
Y en medio de todo, la pregunta incómoda:
¿Será que no van presos porque no son narcos de barrio, sino “narcochetos”?
¿Porque visten bien, tienen abogados influyentes y se mueven con contactos? ¿La ley funciona distinto para ellos?
Visto desde acá, lo de la policía sería la decepción total. “Se juegan el pellejo para atraparlos y los jueces los sueltan”. El mensaje que reciben sería devastador: ¿lo que se desarma en la calle se reconstruye en los pasillos judiciales?
Y por si faltaba algo más, el juez José Guillermo Lludgar —en una de sus últimas intervenciones antes de jubilarse— también dejó su “regalito”, beneficiando a imputados por narcotráfico. ¿Una despedida que le costará cara a la ciudad?
Ante este panorama, surge la pregunta inevitable:
¿Hay, aunque sea en los márgenes, cierta connivencia entre defensores, jueces y narcotraficantes? ¿Se deslizan favores, se negocian tiempos, mientras la sociedad observa impotente, sufre y calla?
La justicia debería ser un límite, no una puerta giratoria. Pero cuando los operadores del narcomenudeo entran por una puerta y salen por otra, las dudas no solo son lógicas, son necesarias.
Porque mientras los vecinos crían a sus hijos lejos del delito, mientras las fuerzas de seguridad se exponen y la fiscalía trabaja, ¿qué pasa? ¿Un sector del Poder Judicial seguiría siendo funcional al negocio de la droga?
¿Queremos una ciudad limpia, segura, que cuide a los suyos? ¿O vamos a seguir tolerando que la droga circule por nuestras calles como si nada?
Aquí no se trata solo de un expediente judicial. Se trata del rumbo que tomamos como sociedad. Si el poder político, la justicia y las fuerzas de seguridad no trabajan juntos —y con decisión—, entonces estamos perdidos.
Hay responsables. Y son todos: la política que no enfrenta de frente al narcotráfico, la justicia que libera con argumentos que suenan a excusas, y una sociedad que no puede seguir siendo indiferente.
Aquí no se trata de garantismo ni de derechos. Se trata de elegir un rumbo.
Y si no hay una señal firme y un freno real a la venta de drogas, no hay futuro para Necochea.
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