Necochea enfrenta, una vez más, una realidad: la violencia se ha colado en los espacios donde, en teoría, se deberían forman valores, donde los niños y jóvenes encuentran referentes y donde la comunidad debería unirse en torno a la pasión por el deporte. Los recientes incidentes en los encuentros deportivos entre Ministerio y Estación Quequén, en el clásico futbolero de la vecina localidad, y entre Huracán y Centro Vasco en el básquet, reabren una herida profunda y cada vez más difícil de cerrar.
El fútbol y el básquet, dos pilares del entramado social de los clubes barriales necochenses, fueron escenario de episodios a los cuales podemos tildar, al menos, de bochornosos. No fueron hechos aislados ni tampoco espontáneos. Son el resultado de una escalada de tensiones, de climas enrarecidos que se arrastran desde hace tiempo y de una naturalización de la agresividad que excede a los límites de la cancha.
En el caso del encuentro futbolístico entre Ministerio y Estación Quequén, los incidentes superaron la línea de lo permisible incluso para el más aguerrido de los partidos. Jugadores, simpatizantes y allegados se vieron envueltos en una gresca generalizada que requirió la intervención policial. Hubo agresiones físicas, destrozos y amenazas. Las imágenes circularon por redes sociales y generaron indignación, pero también resignación.
Las sanciones no tardaron en llegar. La Liga Necochea de Fútbol tomó cartas en el asunto con firmeza. Ambas instituciones recibieron duras penalizaciones. Jugadores suspendidos por varias fechas, cuerpos técnicos apercibidos, pérdida de puntos, suspensión temporal del público visitante y advertencias de posibles desafiliaciones si se repiten los hechos. El mensaje parece claro: no hay más lugar para la violencia.
Sin embargo, la pregunta es si alcanza con sancionar, si basta con prohibir o castigar para resolver un fenómeno que tiene raíces mucho más profundas.
Algo similar ocurrió en el ámbito del básquet, durante el partido entre Huracán y Centro Vasco. En un encuentro que debería haber sido una fiesta deportiva, la tensión derivó en insultos, empujones y agresiones verbales desde las tribunas, que escalaron hasta involucrar a jugadores e integrantes de los cuerpos técnicos. La Asociación de Básquetbol de Necochea respondió con sanciones disciplinarias severas, tanto para los protagonistas directos como para los clubes involucrados. El fallo incluyó suspensión de cancha, jugadores sancionados y la obligación de presentar garantías de seguridad en los próximos encuentros.
¿Es esto un reflejo del deporte local o, más bien, una radiografía dolorosa de lo que ocurre en la sociedad necochense?
Cuando la violencia aparece en el deporte barrial no lo hace de forma casual. No es solo una mala noche, ni una provocación que salió mal. Es el resultado de un tejido social deteriorado, donde la frustración, la intolerancia y el enojo encuentran en la cancha un espacio para manifestarse sin filtros. Las canchas, a las cuales en nuestro distrito suelen concurrir las familias completas, que deberían ser lugares de encuentro y de alegría, terminan funcionando como válvulas de escape para tensiones acumuladas en otros ámbitos.
La pérdida de respeto hacia el árbitro, hacia el rival, hacia el compañero y hasta hacia los propios niños presentes, no es más que la expresión de una crisis cultural que no se soluciona únicamente con sanciones deportivas. Cuando en un partido infantil los padres insultan a viva voz al juez, al técnico del equipo contrario o hasta los propios niños rivales, cuando un dirigente justifica la violencia como reacción ante una supuesta injusticia, el problema supera con creces lo deportivo. Los clubes, sin dudas, tienen una responsabilidad enorme. No solo en organizar torneos o formar equipos competitivos, sino en promover una cultura del respeto. Los entrenadores, que tantas veces son referentes irremplazables para chicos y chicas, deben recuperar su rol pedagógico, su lugar como formadores de personas, más allá del resultado del domingo. Los dirigentes deberían tomar posición, asumir con coraje que no todo vale por ganar un campeonato y que la verdadera victoria es mantener viva la convivencia en las instituciones.
También la Justicia y las fuerzas de seguridad deben estar presentes. No se puede permitir que un grupo reducido de violentos empañe el trabajo honesto de decenas de personas que día a día sostienen a los clubes con rifas, ferias y horas de trabajo voluntario. La intervención debe ser rápida, proporcional y ejemplificadora. Pero, sobre todo, debe estar acompañada por políticas públicas de contención, prevención y formación ciudadana.
Tal vez, como un posible punto de encuentro, se podría pensar y diseñar un trabajo conjunto entre el Estado y los clubes de capacitaciones, campañas de concientización, articulación con Educación y con las áreas de Niñez y Adolescencia. Es decir, un plan integral que aborde la violencia en el deporte como un síntoma, no como una anécdota.
No se puede seguir esperando que la próxima vez no sea peor. La violencia parece no tener techo cuando se instala. Si no se aborda desde todos los ángulos, si no se trabaja con los chicos pero también con los grandes, con las familias, con los dirigentes, con los cuerpos técnicos, los hechos de esta semana serán solo un nuevo capítulo en una saga que amenaza con vaciar de sentido a nuestros clubes.
Todos tenemos algún color o club al cual queremos. Todos tenemos algún rival al cual le queremos ganar deportivamente. Pero la rivalidad no debe ser una batalla. Sino, ya hablamos de otras cuestiones y no de una disciplina deportiva.
Como lo hemos dicho en otras oportunidades, debemos elegir qué tipo de sociedad queremos construir. Si queremos que los clubes sigan siendo espacios de inclusión y pertenencia, debemos defenderlos del odio, de la intolerancia y del fanatismo. No con discursos vacíos, sino con acciones concretas. Porque cada chico que deja de ir al club por miedo, cada familia que decide no acompañar más por temor a una pelea, es una derrota social que duele mucho más que cualquier resultado o una tabla de posiciones.
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