Yo la vi. Redonda. Imponente con su borde plateado. Rodeada de estrellas que no paraban de titilar como un anuncio de luces navideñas diciendo que la reina de la noche estaba en su máximo esplendor.
Así la recordé durante el resto de toda mi vida. Aún hoy, veintisiete años después, esa imagen está intacta en mi retina inútil, en mi memoria y en mi corazón.
Papá había dicho que nos preparáramos porque era una situación muy especial y que esa noche saldríamos de casa muy tarde. Esa fue la noche de otoño más perfecta que viví, sentí y vi con mis escasos ocho años de edad. Luego todo cambió.
Llegamos a la escollera sur de la ciudad de Necochea. Es una estructura que cierra el Puerto de Quequén por el lado de Necochea. Es un lugar popular para pescar y disfrutar de vistas panorámicas. Allí se pueden realizar diferentes actividades, por lo que papá decidía llevarnos cada año de vacaciones. Además, claro está, porque amaba pescar. Durante el viaje le encantaba decirnos que se puede recorrer hasta casi su extremo, que se pueden ver las olas, la desembocadura del Río Quequén Grande, la salida y entrada de buques inmensos remolcados por pequeños remolcadores que a la distancia parecen de juguete.
La parte histórica es la que más le gusta, aunque a nosotros nos aburre un poco.
Mamá le presta toda la atención y lo mira atenta cuando él le dice qué, en sus orígenes, en la década del 20, contaba con una extensión de 800 metros, pero que entre 1948 y 1952 se prolongó a 1.200 metros más y que en el año 2008, se concretó el proyecto original del Ingeniero Juan Carlos Erramuspe con 1.600 metros de longitud, lo que la hizo parecer tan infinita como el mar.
Recuerdo que al bajar del auto caminamos durante casi cuarenta minutos para llegar hasta la última piedra, la más plana y lisa, para acomodar nuestras mantas y sentarnos sobre ellas. Durante la caminata disfrutábamos de los murales tan bien pintados, tan coloridos, llenos de dibujos y símbolos que seguramente contaban alguna historia importante porque pude distinguir hombres tirando de gruesas sogas y redes. Pescadores, pensé. Aún no anochecía del todo, pero a medida que el sol se iba ocultando por detrás de los molinos de viento, algo casi tan bello como la bola de fuego anaranjada, otra bola blanca iba ganando altura en el cielo rosado, todavía. Y recuerdo que cuando elevé mi cabeza, la descubrí: gigante, redonda, perfecta... Con la luz más intensa que jamás había podido imaginar, haciéndose espejo del mar qué, a causa de la falta de viento, esa noche no tenía olas.
Yo la vi. Era la luna llena más hermosa que jamás volvería a ver. Ahí. Delante de mí, mirándome también, porque en mi mirada de niña la luna llena también tenía ojos y me estaba devolviendo la mirada. Yo extendí mis manitos como para poder tocarla, como queriendo atraparla.... Papá y mamá rieron y mi hermanito me imitó.
Y así nos quedamos toda la noche. Mirando deslumbrados hasta que, a lo lejos, por detrás del Muelle de los Pescadores, otrora infinito y transitable hasta la mitad del mar, hoy destruido y raído por las olas que sin ninguna culpa y durante años lo vienen azotando, comenzó a amanecer. Y ella, mi inolvidable luna llena, comenzó a alejarse y achicarse, para darle lugar otra vez, a la enorme bola de fuego amarilla y naranja, que comenzó a teñir las aguas del color más dorado que tampoco había visto antes.
Juntamos nuestras cosas y subimos al auto, mirando a cada rato hacia atrás para no perdernos ese instante mágico, donde mi bella luna ya no era gigante y el maravilloso sol se hacía dueño de todo el horizonte… Mientras, gracias a la intensidad del viento de la madrugada, las olas comenzaron a golpear las rocas como siguiendo el ritmo perfecto de la música que sólo sabe componer el mar.
Se dijo después que papá se había dormido mientras conducía con el sol de frente, y que por esa razón sufrimos el accidente en la Ruta 228, camino de regreso a nuestra ciudad natal, Bahía Blanca.
Así murieron mi mamá y mi hermanito. Papá nunca lo superó y vivimos el resto de nuestras vidas muy tristes. Porque yo sobreviví, pero quedé ciega.
Sé que los que partieron habitan allí, en esa luna llena y gloriosa que se me presentó esa noche en la escollera y que se quedó a vivir conmigo para siempre.
No necesito cerrar los ojos para recordarla. Porque recordarla a ella es recordar la última noche con mi familia y mis ojitos azules que aún se mantenían con vida… Y mientras recuerdo, canto. Canto la canción de Julieta Venegas que dice: A dónde va el viento y por qué cambió…
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Sobre la autora:

Daniela Fernanda Cáceres nació en Necochea, el 14 de octubre de 1967. Es docente de Educación Primaria, profesión que ejerce desde hace más de 30 años, de los cuales 20 fueron como maestra rural en Ramón Santamarina. También es profesora de Lengua y Literatura en decundaria de adultos y terciario.
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